lunes, 17 de septiembre de 2007

Capítulo III

Redi, 13 de Julius de 1669.

El Mar de la Espuma.


“Aprovecho la tranquilidad de esta tarde de navegación para recapitular y tomar algunos apuntes de lo sucedido en los últimos días.

“Partimos de la Isla de la Montaña Vacía el Terdi de la semana pasada, con prisas y sin muchos preparativos para no dar la oportunidad a los soldados montaignenses de recuperarse y venir a por nosotros. El barco de Don Juan del Castillo no es muy grande, favoreciendo que se pueda gobernar con tan menguada tripulación, pues solo somos 11 marineros empezando por el grumete más joven y finalizando por al oficial al mando. Puesto que es propietario del navío, lo conoce mas bien que nadie y lleva muchos años a sus espaldas en el oficio, asumí las funciones de contramaestre y le dejé la capitanía a Don Juan, pudiéndome centrar en las tareas de navegación y el repartimiento del último botín entre los marineros que estaban ya ansiosos por echarle mano.

“Nuestro rumbo, el continente. Oteamos el horizonte en busca de la última villa donde se podía encontrar el malogrado Sebastién Montfort. La idea de pisar tierra montaignesa no parece la más sensata, pero la llamada de la aventura es demasiado fuerte como para ignorarla, y no seria de buen avalonés quedarse en casa temeroso del porvenir. Sin duda, la Isla del Diamante de Sangre esconde algún misterio por resolver, y puesto que las incursiones marítimas por el Mar de la Espuma están tan caras últimamente, será este un interesante desafío a la espera de mejores tiempos.”


En los últimos días, el Capitán Wolf había vuelto a reflexionar en un tema que hacía largo tiempo que no recuperaba. Desde pequeño, se había dado cuenta de su carencia de emociones al enfrentarse a situaciones claramente peligrosas. Algunos de sus compañeros admiraban esa capacidad, pero él no había dejado de preguntarse el porqué de ello, y desconfiaba de esa habilidad puesto que no consideraba la falta de una alerta de peligro como un regalo de los dioses. El resto de los mortales sabían o intuían cuando una situación les podía costar muy caro o incluso la vida, aunque a veces eso estaba lejos de poder ocurrir, pero Dylan Wolf simplemente no percibía nada. Le era lo mismo estar sentado tranquilamente en una piedra como colgar de una mano del mástil más alto de un barco. Eso no podía ser del todo bueno, y algún día, pensaba él, le originaría algún disgusto.


Soldi, 16 de Julius de 1669.

Puerto de la ciudad de Crieux, en Montaigne.


Los tres hombres y la mujer subieron a toda prisa al barco con el fajo entre sus manos e inmediatamente despertaron al resto de marineros para levar anclas y abandonar en medio de la noche la ciudad. Aunque nada demasiado extraño había ocurrido a lo largo del día, los cuatro tenían una sensación levemente desagradable de que lo ocurrido hacía poco rato estaba envuelto de un mal fario, y en esos momentos solo querían dejar atrás lo más rápido posible la isla.

Durante ese mismo día, sus investigaciones les habían llevado a aquel misterioso árbol. En medio del campo sus raíces se aferraban al suelo con nudosos dedos y sus peladas ramas se alzaban a la noche como si clamaran por los actos que iban a cometer los allí presentes. El viento soplaba en la fría oscuridad agitando el pasto, aunque un incómodo silencio reinaba por los alrededores. Después de pensarlo dos veces, Nicolette y el Mortero empezaron a cavar con las palas sin saber qué buscaban o qué podían encontrar. En esa extraña ausencia de sonido ambiental, los rasguños del metal en la tierra se escuchaban perfectamente tanto desde la distante posición de Dylan Wolf, como de la diametralmente opuesta de Blind. Aunque aparentemente los marineros no estaban haciendo nada malo, los dos se habían camuflado entre las hierbas al acecho de visitas inoportunas en esa desangelada velada.

En esos solitarios momentos, Wolf pensó en qué podía haber visto un hombre como Sebastién Montfort para huir de la Isla del Diamante de Sangre en medio de la locura, empujándole a borrar cualquier rastro de lo acontecido y que, pese a un largo tratamiento médico, solo encontrara el descanso por medio del suicidio. El recuerdo de la visión de la lápida del difunto en el cementerio de la ciudad le erizó levemente los pelos de la nuca, y se esforzó en no pensar en tan funestas reflexiones.

Finalmente, la pala del Mortero golpeó en un objeto duro que había sido enterrado en lo profundo de las raíces. Con la ayuda de Nicolette, lo sacaron del hoyo y lo dejaron temerosos de su contenido. Al escuchar la señal, los otros dos se acercaron raudos y se quedaron todos de pie mirando en silencio lo que Monfort había escondido del mundo antes de quitarse la vida en ese mismo árbol. Quizá por el incómodo de la situación, Nicolette no pudo estarse de atizar al candado con su pala y este cedió al golpe. Inmediatamente, Wolf evitó que abrieran su tapa, y recomendó a los marineros investigar su contenido en la seguridad de su barco. Asintiendo, envolvieron el cofre con unos trapos, volvieron a tapar el agujero y se fueron con prisa de ese tenebroso lugar.

Allí, en el camarote del capitán y en medio de alta mar, los presentes extrajeron su contenido con el mismo respeto de quien saca un finado de su caja. En el interior del cofre encontraron las notas que el infortunado montaignés escribió en sus últimos días. Aunque el contenido causó un poco de desencanto entre la concurrencia, pues la imaginación había suscitado ya dispares hipótesis de cual podía haber sido el legado, Wolf tomó con deferencia las cartas y se dispuso a estudiarlas para poder establecer un rumbo hacia su próximo destino, la misteriosa Isla del Diamante de Sangre.


Veldi, 2 de Corantine de 1669.

Isla del Diamante de Sangre, en el Mar de la Espuma.


El agua estaba fría para aquella época del año, pero en esas latitudes las corrientes provenían de las zonas árticas, y el clima en general mantenía durante todo el año un deje distante y apático. Los marineros se agolparon alrededor del bote que estaba lleno a rebosar de todas las provisiones y armas que habían podido salvaguardar antes de que el barco se hundiera completamente. El chasquido de la madera cuando el casco chocó contra los arrecifes de coral tomó a la mayoría por sorpresa, y hubo poco tiempo para reaccionar y hacerse con lo imprescindible. Ahora nadaban hacia la isla empujando el bote, mientras el navío de Don Juan se hundía sin remedio en las profundidades del Mar de la Espuma.

En la distancia, la Isla del Diamante de Sangre no parecía un lugar muy acogedor y cierto halo de inquietante tranquilidad revoloteaba en el desolado sitio. Mientras nadaban, los hombres podían ver las abandonadas casas de la colonia que se había instalado hacía muchos años para trabajar en las minas de plomo y diamantes. Los grandes edificios de la industria así como la larga chimenea del horno de fundición sobresalían de la vegetación de la isla. Esta disponía de muy pocos accesos ya que estaba casi completamente rodeada de altos arrecifes, y la entrada mas importante estaba resguardada por un par de gigantescas puertas de hierro que solo el ingenio y la mecánica podía desplazar. Uno no podía adivinar si esas intimidadoras puertas estaban allí cerradas para evitar que alguien o algo entrara en la isla, o si pretendían evitar que más bien alguien o algo saliera de ella.

Gracias a los esfuerzos de los marineros más vigorosos, consiguieron abrir el acceso mediante un sistema de poleas alojado en las torres laterales. Recelosos de lo que podían encontrar dentro de esa inquietante isla, los marineros esperaron empuñando sus mosquetes con el bote y las provisiones mientras Nicolette se adentraba nadando por el canal que llevaba hacia una inmensa y sombría gruta. El tiempo pasaba y los síntomas de intranquilidad empezaban a aflorar en los hombres cuando por fin regresó la eisena de su incursión. Prefiriendo que el resto conociera lo que allí había por sus propios ojos más que por sus palabras, les despejó las dudas para que todos se echaran de nuevo al agua y se adentraran en la cueva. Las escarpadas paredes de la caverna se alzaban amenazantes hacia su lejano techo conformando una inmensa gruta, como si en realidad todo fuera una gran montaña vaciada por dentro. Cuando los ojos de los recién llegados consiguieron adaptarse a la súbita oscuridad del interior, sus corazones quedaron oprimidos por la fantasmagórica presencia de un enorme navío. El Lucrenza V, amarrado al lado de un embarcadero de mercancías abandonado, parecía que esperara eternamente la llegada de alguna tripulación espectral para partir hacia lo desconocido. El sobrecogedor silencio que reinaba en todo el lugar fue respetado por todos los marineros que no querían profanarlo mientras se acercaban a un buen punto para tomar tierra.

Amarraron el bote y empezaron a descargar sus armas y provisiones, mientras algunos exploraban las cercanías del muelle. Descubrieron junto a unas chozas de madera que había un rail para transportar los efectos en vagonetas. Las vías se adentraban en un pasadizo excavado en la roca y se perdía su rastro en la densa negrura. Iluminados por la antorcha que sostenía Blind, Wolf, Nicolette y el Mortero empezaron a recorrer ese camino que conducía a lo oculto. Los cuatro aseguraban sus pasos sin prisas intentando otear lo que la oscuridad intentaba esconder. Al fin, entre las tinieblas apareció un montacargas metálico que colgaba de una gruesa cadena, y después de cerciorarse de su buen estado, se montaron y con la fuerza del eiseno empezaron a remontar el conducto vertical. El avance era lento y el ruido de las cadenas desgarraba el sepulcral silencio. La única luz en toda la ascensión fue la que portaban con ellos mismos, hasta que poco antes de coronar la cima, los rayos solares iluminaron la parte final del recorrido. En su llegada encontraron una desolada habitación de piedra y madera, que por lo que parecía había sido utilizada hacía ya tiempo como almacén. Con suma cautela descendieron del elevador y empezaron a indagar por la estancia y sus adyacentes. Al cabo de poco confirmaron que el edificio estaba completamente desierto y por las ventanas se dieron cuenta de que el poblado que habían visto desde la mar se encontraba ahora justo a su lado.

El pueblo fantasma evocó un inesperado recuerdo en el corazón de Dylan Wolf. Aunque era un sitio sin duda rudo y desolado, un leve sentimiento de familiaridad empezó a brotar en su interior sintiéndose un poco más cerca de su tierra natal. Quizá era la luz mortecina que llegaba filtrada por las omnipresentes nubes en el cielo, o la humedad que flotaba en el aire por la neblina cercana, o quizá la extraña calma provinente de la exuberante naturaleza que intentaba recuperar el terreno perdido por la mano del hombre. No era capaz de descifrar el qué, pero había algo allí extraño…

De repente, un par de ojos se vislumbraron en las sombras de un viejo caserón. Al ser detectado, el desconocido huyó raudo como el viento, y Nicolette le siguió en su huida. Los otros se quedaron perplejos, incapaces de reaccionar a tiempo, y se quedaron a esperar la vuelta de la eisena. Al cabo de poco, la chica reapareció y por asombro de todos lo hizo acompañada por lo que parecía una especie de duende alado que luchaba con todas sus fuerzas por liberarse de su tosca opresora. Inmediatamente, Wolf reconoció qué era ese insólito ser, pues se trataba de un sidhe, misteriosa criatura propia de las tierras de Avalon que pertenecía a una realidad paralela tan fantástica y fascinante como desconocida y peligrosa.

“Los inmortales sidhe son una de las mas antiguas razas de Théah, sin mas historia conocida que las viejas fábulas y leyendas” - explicó al resto Wolf.

“Con la llegada del hombre abandonaron sus tierras para marcharse a su mundo, Bryn Bresail, pues no querían convivir con seres tan extraños, aunque antes de partir nos dejaron como herencia la maravillosa magia del Glamour. Pese a su rechazo por el hombre, abrieron puertas entre los dos mundos pues tenían curiosidad por ver como se desarrollaba el nuevo mundo. Estas puertas podían ser encontradas en los bosques encantados, círculos de hadas y otras localizaciones místicas de las Islas del Glamour.

“Después llegó la invasión de Montaigne, y los sidhe cerraron por completo esos accesos durante largo tiempo. No fue hasta la llegada de la Reina Elaine y la liberación de Avalon que los sidhe retornaron de su aislamiento, aunque algo había cambiado en ellos. Alguien que hubiese vivido en los tiempos de leyenda los vería ahora más fríos, algo más crueles, pues su tierra había sido afectada por la era moderna y consideraban que ya nunca volvería a ser suya completamente. Hoy en día, los avaloneses no sabemos si este cambio va a tener efectos permanentes en Avalon, pero es conocido que los inmortales no suelen sufrir transformaciones, y cuando estas ocurren, nunca es bueno”

Después de que Nicolette soltara al duende por petición de Wolf, el sidhe le explicó que necesitaba su ayuda para poder volver a su mundo. Todo empezó en los tiempos en que Sebastién Monfort y su socio, el avalonés Alan Grey, descubrieron que en la isla no solo había plomo y diamantes, sinó también extrañas reliquias de civilizaciones olvidadas. El descubrimiento despertó la avaricia de una vodaccia llamada Filipa Villanova, comerciante de objetos antiguos o, mejor dicho, ladrona de tumbas, que por medio de la seducción y el engaño intentó hacerse con dichos tesoros. Grey, que era un avanzado mago del Glamour, descubrió las malas intenciones de Filipa y esta intentó asesinarle para hacerle callar. El avalonés se defendió usando su magia y encerró a la vodaccia en el mundo de los sidhe. Luchando para escapar de esa prisión de mitología y fantasía, donde sus habitantes eran los legendarios personajes de eternos cuentos y leyendas, Filipa empezó a distorsionar el desarrollo de esas fábulas afectando no solo a esa dimensión si no también a los portales que comunicaban los dos mundos. Desde ese momento, la isla quedó atrapada en un aura mística y es imposible salir de ella hasta que se restablezca la normalidad. Para ello es necesario que los cuentos vuelvan a terminar de la forma que deben y en estos momentos solo queda por remendar la famosa historia de “Jack y el tallo de habichuelas”. El duende les pidió si podían hacerlo ellos, aunque de corazón les advirtió:


“Señores tened cuidado,

pues el cuento ha cambiado,

y lo bello y hermoso,

podría ser horroroso…”


Los marineros deshicieron el camino hecho y siguiendo las indicaciones del duende llegaron a la zona que servía de enlace entre el mundo real y el mundo de leyenda. Se trataba de una pequeña gruta en las entrañas de la mina donde Alan Grey había descubierto un artefacto syrneth y que posteriormente había acondicionado como lugar de estudio y descanso personal.

En esas profundidades, una tenue neblina débilmente iluminada por las linternas otorgaba a aquel paraje un aire lúgubre y misterioso. Estanterías de maderas llenas de libros y cuentos cubrían la mitad de las paredes y unos tablones impedían que el techo se viniera abajo. Las estalactitas y estalagmitas sobresalían por doquier excepto en el centro, donde descansaba una extraña escultura de piedra. Con la espalda echada encima de un escritorio de roca, un hombre recibía una puñalada en la tripa por parte de una bella mujer que le atacaba con furia en la mirada. Atrapado entre la mesa y el varón, un libro abierto que podía reconocerse como la fábula de “Jack y el tallo de habichuelas” recibía la sangre que manaba de la herida mortal. La composición estaba tallada de una forma tan magistral y siniestra a la vez que retenía todo el frenetismo y el movimiento de la lucha como si la misma realidad se hubiera congelado sin más. Nicolette se acercó a la estatua mientras Wolf y Blind echaban un ojo a la sala, y en cuanto tocó el libro aprisionado, desapareció sin omitir sonido ni dejar rastro. Al descubrirse solos, los dos hombres se miraron confusos y oteando con desconfianza las inmediaciones se acercaron a la escultura. Después de examinarla con cuidado e intuyendo que el misterio residía en el libro, repitieron la acción de la eisena y en abrir y cerrar de ojos entraron en lejano y enigmático mundo de las leyendas.



No hay comentarios: